The Brutalist: una epopeya arquitectónica para cuestionar el sueño americano
Holocausto, clasismo y abuso de poder confluyen en esta cinta que aúna utilidad narrativa y diseño estético combinando planos de gran belleza con escenas sórdidas sin escatimar en metraje
Como si de una ópera se tratara, comienza con una obertura. Y en ella, una cita de Goethe sobre la falsa concepción de la libertad. Después unos créditos al más puro estilo brutalista. Luego dos partes, con intermedio incluido entre ellas, y un epílogo. The Brutalist, la nueva película de Brady Corbet, con Adrien Brody y Felicity Jones encabezando el reparto, es una epopeya arquitectónica de más de tres horas y media de duración en la que se cuestiona el sueño americano a través de un arquitecto judío superviviente del holocausto, lo que a la postre permite a su director hablar también de las secuelas de la Shoah tras la Segunda Guerra Mundial, así como de la discriminación y el racismo en los Estados Unidos, y todo ello mientras se rinde homenaje al brutalismo que marcó las grandes edificaciones en el occidente de posguerra.
Tras su premiere mundial en Venecia, la Semana Internacional de Cine de Valladolid, la Seminci, ha acogido este sábado el estreno en España de la película, coproducción británico-estadounidense que compite dentro de la Sección Oficial y cuya presentación ha sido uno de los momentos principales de la jornada, así como uno de los más esperados de todo el festival.
Corbet y Mona Fastvold —ambos corresponsables del guion— han alumbrado a un arquitecto húngaro y judío al que convierten en referente de este movimiento arquitectónico, compartiendo nombre, László Toth, nada menos que con el geólogo australiano de origen magiar que en 1972 atacó La Piedad de Miguel Ángel. Precisamente la extracción del famoso mármol de Carrara brinda alguno de los planos más hermosos y poéticos del filme, paradójicamente el mismo escenario donde se producen también algunas de las escenas más sórdidas y dolorosas.
Formado en la Escuela de la Bauhaus —cuyos ideales se pueden aplicar a esta película que aúna utilidad narrativa y cuidado estético—, este arquitecto superviviente del exterminio nazi al que da vida Adrien Brody llega a Estados Unidos para empezar de nuevo mientras espera poder reencontrarse con su esposa (Felicity Jones) y su sobrina, que han quedado atrapadas en el viejo continente después de ser enviadas a otro campo distinto al de Lászlo.
Muy pronto despunta el talento del arquitecto, pero su vanguardismo creativo y los prejuicios sociales frenará su carrera y hasta le hará perder el favor de su primo (Alessandro Nivola), llegado antes a Estados Unidos y ya asimilado a la cultura norteamericana. Reducido a mero picador de carbón en el puerto de Filadelfia y convertido en un sintecho, se le presentará la oportunidad de llevar a cabo su gran proyecto merced a un mecenas, Harrison Van Buren (Guy Pearce), dispuesto incluso a poner todo de su mano para lograr el reagrupamiento de la familia Toth. Sin embargo, su altruismo mostrará pronto tintes feudales, evidenciando los abusos de los poderosos, por muy paternalistas que se muestren, rompiendo en mil pedazos el sueño americano del protagonista. Es en este punto donde la triste actualidad resalta uno de los hechos en que se centra la película, la creación del Estado de Israel y la migración hacia la región de numerosos judíos.
Planos de enorme belleza y escenas sórdidas —meritoria dirección de fotografía del reconocido Lol Crawley—, la genialidad creativa del protagonista junto con la miseria que arrastra por culpa de las secuelas del holocausto, que se concretan en una adicción a la heroína, forman el claroscuro plástico sobre el que Corbet ha edificado este monumento brutal que recuerda por su planteamiento faraónico a los grandes clásicos del Hollywood de otra época, aunque con una desmitificación del sueño americano —con un punto de sarcasmo a través de los vídeos que abonaban entonces la prosperidad y liderazgo de Pensilvania, el estado donde se desarrolla fundamentalmente la trama— que harían revolverse en su tumba a William H. Hays.
Pero al igual que los diseños del arquitecto no son nada sin el hormigón y el acero, tampoco esta catedral cinematográfica luciría como lo hace de no ser por su talento interpretativo, especialmente un Brody que se deja el alma en cada toma, mostrando brillantez cuando toca, siendo una pitaría andante cuando se requiere, o desgarrándose de dolor cuando corresponde. No menos loable es la actuación de Jones, a quien vemos como una tullida por culpa de las penurias de la guerra y la posguerra.
EL OBJETIVO ES EL DESTINO, NO EL RECORRIDO
Una cita de Goethe para empezar una declaración de intereses para terminar: el objetivo es siempre el destino, no el recorrido. Bajo esa pretensión no resulta raro que la última escena, en ese epílogo, se ambiente en Venecia, ciudad en la que la cinta tuvo su estreno mundial —a la Seminci le ha correspondido su primera proyección en España— y de donde se fue con el premio a Mejor Director para Corbet y el de la Crítica para esta epopeya rodada fundamentalmente en un formato de 70 milímetros.
Brady Corbet (Scottsdale, 1988) es guionista, director y actor. Debutó como director en 2015 con La infancia de un líder, aclamada por la crítica y galardonada en el Festival de Venecia con el premio al mejor director de la sección Orizzonti y el Luigi De Laurentiis a la mejor ópera prima.
En 2018 regresó a Venecia, esta vez a la Sección Oficial, con Vox Lux: El precio de la fama, su segundo largometraje, seleccionado después en festivales como los de Londres o Toronto, entre otros muchos. En el ámbito televisivo, ha dirigido varios episodios de la serie de Apple TV The Crowded Room.
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