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Foto del escritorJuan Martín Salamanca

Cine asiático que aspira al Oscar: del terror de Pol Pot a un thriller sobre estafa y venganza

En los próximos días llegan a las salas españolas las representantes de Camboya y Japón en los premios de Hollywood


Rithy Panh adapta en Camboya, 1978 una novela de Elizabeth Becker, quien conoció en primera persona la tétrica sombra del jemer rojo, mientras Kiyoshi Kurosawa viaja del suspense al género de acción en Cloud


Un thriller sobre especulación, codicia y venganza y un ejercicio de memoria histórica, propuestas de Japón y Camboya para los Oscars
Montaje fotográfico de 'Cloud' y 'Camboya, 1978'. A CONTRACORRIENTE

Ya sea con un ejercicio de memoria en el que el genocida Pol Pot se muestra como una sombra tan alargada como tétrica, o bien mediante un thriller sobre la especulación, la codicia y las consecuencias de estafar al prójimo, esto va de cine asiático. Entre todas las películas que en los próximos días llegarán a las salas españolas, figuran dos títulos procedentes de las costas del lejano oriente con temáticas bien distintas pero algunas características en común: el continente de origen, por supuesto; su interesante propuesta formal y la voz propia de la fotografía en medio de tramas tan diversas, y el cometido de representar a sus países en la carrera por el Oscar a mejor cinta internacional, donde pugnan la española Segundo Premio y la también un poco española Jockey.


Tras su estreno en Cannes, desde la antigua Kampuchea arribará el próximo 5 de diciembre Camboya, 1978, una cinta con participación francesa, taiwanesa, turca y qatarí cuyo título original en francés (Rendez-vous avec Pol Pot) hubiera tenido quizá más fuerza a nivel comercial de haberse traducido al dedillo (Una cita con Pol Pot), aunque puede que la fórmula escogida resulte más útil para apelar a un público joven que desconozca el nombre del genocida que liquidó a un tercio de sus compatriotas en menos de cuatro años.


Dirigida por Rithy Panh —documentalista experto en mostrar la historia reciente de su país y que en esta ocasión ha tomado el camino de la ficción histórica—, la película adapta la novela When the war was over (1986), de la periodista estadounidense Elisabeth Becker, quien pudo conocer de primera mano el terror y la barbarie de los jemeres rojos y su criminal líder. Becker visitó el país asiático junto a otro periodista norteamericano, Richard Dudman, y al escritor y filósofo escocés Malcolm Caldwell. Los tres pudieron hacerlo a pesar del hermetismo que impuso la dictadura comunista camboyana —que cambió el nombre del país por el de Kampuchea y, como tantos gobierno de este pelo, no pudo evitar la tentación de añadirle la muletilla Democrática en su DNI— gracias a la invitación expresa del régimen, que creyó poder así ganar la guerra del relato (entonces no había Twitter ni Bluesky, pero sí muchos deseos de desinformar), aunque aquello no le saldría muy bien.


A partir de la experiencia de Becker, la ficción crea sus propios personajes, no sin evidentes similitudes con los originales, aunque convirtiendo a todos ellos en periodistas franceses, los cuales contemplan horrorizados, a pesar de los esfuerzos de los jemeres rojos por ocultarles la realidad, la deriva sanguinaria de su revolución, con ciudades abandonadas a la fuerza para imponer un mundo agrario y rural en el que todo lo intelectual es sinónimo de enemigo, en el que en esa Kampuchea Democrática no queda hueco para las libres opiniones ni las aspiraciones individuales, y en el que la vida humana vale lo que cuesta alimentar a unos cocodrilos hambrientos convertidos en sicarios del poder.

'Camboya, 1978' supone un ejercicio de memoria sobre los crímenes de los jemeres rojos y su líder, Pol Pot.
Escena de 'Camboya, 1978'. A CONTRACORRIENTE

Además de la férrea represión con que actuaba la dictadura camboyana —una modalidad de comunismo maoísta enfrentado al soviético y enemigo declarado del vecino vietnamita que acababa de humillar a Estados Unidos—, la película, que no alcanza las dos horas de metraje, refleja también el nivel de esquizofrenia que respiraban los miembros de la guerrilla revolucionaria, y que quizá estuviera directamente relacionado con sus cotas de sadismo y crueldad. Presente a lo largo de la película en favorables retratos oficiales y pinturas propagandísticas, la figura de Pol Pot se vuelve en cambio difusa a la hora de presentarse en persona, manteniéndose siempre en la sombra (con la voz y silueta del propio director de la película, que encarna así al tirano) para acrecentar la sensación demoníaca del hermano número uno, cuya careta de romántico guerrero antiimperialista no había caído del todo por entonces en occidente, algo que ejemplifica la figura de un ingenuo Alain Cariou al que interpreta Grégoire Colin, un acomodado intelectual acostumbrado a la buena vida y cargado de discursos sobre el proletariado y la lucha de clases al que inevitablemente hoy acusarían de ser izquierda cuqui o le dedicarían el más elegante apelativo de comunista de salón. A pesar de todo, sus convicciones y su admiración (él dice amistad) por Pol Pot no se mostrarán tan férreas cuando lo presenciado se vaya tornando cada vez más insoportable a su conciencia.


Frente a esta connivencia de Cariou con la tiranía se encuentra la vehemencia, incluso temeraria, del fotoperiodista Paul Thomas (Cyril Gueï), y en un punto intermedio (que no equidistante), Lise Delbo (la reconocida Irène Jacob), un trasunto de la propia Becker que se mueve entre la prudencia que no exhibe Thomas y su integridad como periodista ante los crímenes que Cariou intenta ignorar entre vinos caros y juegos de petanca. Un drama histórico duro, pero no precisamente por las imágenes, pues en lugar de recrearse en la violencia, Panh juega hábilmente con lo que deja ver y lo que no al espectador, obligándolo a intuir el resto cuando no opta, en un interesantísimo planteamiento artístico, por sustituir a los actores de carne y hueso por figuritas estáticas que representan las escenas como si de un belén navideño de los horrores se tratase, aportando así un punto casi de fantasía entre tanta amargura y demencia. También la combinación de imágenes de archivo en blanco y negro a través de los cristales de coches cuyo interior vemos a todo color ofrece una riqueza cromática que comunica tanto o más que el mero texto argumental.


Rithy Panh, curtido retratista de la dictadura que sufrió su país entre 1975 y 1979, cuenta entre sus trabajos más destacados La imagen perdida (2013), nominada al Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa y Mejor Película en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes.


DEL THRILLER AL GÉNERO DE ACCIÓN EN LA JAPONESA CLOUD


Más cine asiático que aspira al Oscar y que, en este caso, irrumpirá en la cartelera antes, concretamente este 22 de noviembre. Si el genocidio de los jemeres rojos puede considerarse algo del pasado, no es posible negar la actualidad en que se mueve el thriller japonés Cloud, donde el suspense da paso a la acción en medio de compraventas especulativas en plataformas electrónicas, abuso de posición dominante, codicia, estafas y, consecuencia de ello, deseos de venganza de las víctimas (aquellas que protagonizan los memes sobre lo que se encarga por AliExpress y lo que finalmente se recibe, o las que tienen que malvender su género ante los abusos de las Amazon del mundo).


Masaki Suda protagoniza 'Cloud', la cinta de Kiroshi Kurosawa que representa a Japón en los Oscar.
Escena de 'Cloud'. A CONTRACORRIENTE

La cinta nipona, del realizador Kiyoshi Kurosawa —que a pesar de su apellido no es familia del célebre Akira— narra los desvelos por enriquecerse de un taciturno Ryosuke Yoshii (Masaki Suda), un joven que compatibiliza un trabajo en una fábrica con una actividad de compraventa a través de internet, donde la falta de piedad y de escrúpulos a la hora de imponer sus condiciones para cerrar los tratos le genera no pocos enemigos, obligándole de hecho a usar un pseudónimo en la red, en la que vemos (y esto nos suena) cómo se propaga el odio por ella sin control. 


Decidido a dar un giro a su vida y aprovechar todo su potencial en el comercio, deja su empleo en la fábrica y se muda junto a su novia (Kotone Furukawa) a una casa de ensueño en un bucólico paisaje campestre junto a un lago. Los avisos (más contundentes según van avanzando las dos horas de película) de sus detractores no se quedarán en Tokio y lo seguirán hasta su nuevo hogar, generando una situación de angustia y suspense a la que contribuye el juego de planos cerrados al que recurre el director cuando quiere poner de los nervios al espectador. 


Sin embargo, y merced al enigmático personaje de Sano (Daiken Okudaira), la cinta evoluciona del suspense al género de acción en su tramo final, una decisión que carga de adrenalina el metraje, aun a riesgo de desinflar la tensión narrativa generada por el thriller para descargarla en un chaparrón de balas con un, eso sí intenso tiroteo que sirve también de guiño a las célebres escenas de disparos de los westerns más clásicos. Todo ello con la personalidad propia del cine japonés y con una cuidada fotografía que aporta un valor cromático y estético nada despreciable en un filme de acción.


Presentada este verano en los festivales de Venecia y Toronto, Cloud está escrita también por Kurosawa, quien ya se llevó el galardón a mejor realizador en Venecia con La mujer del espía (2020) y que este 2024 ha sido reconocido como director asiático del año. Con su película —la cual pasó por la Sección Òrbita de Sitges—, Japón peleará por el Oscar que el año pasado le arrebató la británica La zona de interés a su candidata Perfect Days —de un Wim Wenders que está a punto de estrenar en España el documental Anselm—, si bien la comparación con su antecesora le haga un flaco favor y esas expectativas puedan ser, tal vez, demasiado altas.

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